Era como un niño delgado y
altísimo que saltaba por techos y paredes, sonreía, gritaba, cantaba y
volaba. Yo solo miraba sus juegos encantado. Su rostro era brillante,
vivaz, apasionado y absolutamente vital y lo contagiaba todo con su
alegría. Apareció de pronto y sabía que no iba a estar por mucho tiempo.
Todo brillaba, todo se iluminaba, todo
cantaba en una fantástica sinfonía nueva y genial. Hablaba, jugaba,
sonreía y gritaba con una alegría francamente contagiosa... De repente cesó en sus gritos, malabares,
juegos y saltos y poco poco se fue aquietando. Su mirada vivaz duró
hasta el último momento al igual que su sonrisa. Luego cerró los
ojos y con un gesto de paz absoluta aquel instante de felicidad murió
en mis brazos.