martes, 3 de octubre de 2017

En la segunda caja...

Celeste y vibrante, vivo, imperfecto, bello, enorme. Habitual, con esa habitualidad que tranquiliza. El sol ilumina un cielo diáfano y limpio.

Vibra, siempre vibra, vibra y se sacude. Hay un sonido inapelablemente conocido mientras murmuran. A veces algunos duermen, otros miran una pantalla. No me gusta el segundo piso, porque vibra más. El sonido es grave, es una nota tenida, podría ser una obra de música contemporánea con un motor de una nota y percusión de estructuras crujientes formando síncopas impredecibles.

Me gusta el sol colándose por las ventanillas, me gustan los árboles verdes y los campos verdes. No siempre es así. Pero la lluvia de estas épocas me regalan hoy estos colores.

El trayecto también tiene esa habitualidad, tan tranquilizadora. Hay ciertas rutinas que tranquilizan. Estar algunos días con mi familia me tranquiliza. Volver a las raíces tiene algo de ritualista, y me salva de algunas soledades poco amistosas.

Hay en el camino una casa derruida de dos pisos en el medio de algún campo. Siempre me dará curiosidad ese lugar. A veces me imagino yendo en una caminata hasta esa construcción abandonada, castigada por el clima y cargada de alguna vieja historia.


Alrededor está la gente. Gente que va a algún lugar, como yo. Con su propia historia, con sus propias preocupaciones, con su propia individualidad. Aquí en realidad estamos todos solos. Cada uno está enfrascado en sus pensamientos y no estamos percibiendo al resto. Por eso sostengo que la compañía física no siempre implica compañía.

Terminó el viaje. Me bajo del micro porque llegué a mi destino.