Celeste y vibrante, vivo, imperfecto,
bello, enorme. Habitual, con esa habitualidad que tranquiliza. El sol ilumina
un cielo diáfano y limpio.
Vibra, siempre vibra, vibra y se sacude.
Hay un sonido inapelablemente conocido mientras murmuran. A veces algunos
duermen, otros miran una pantalla. No me gusta el segundo piso, porque vibra
más. El sonido es grave, es una nota tenida, podría ser una obra de música
contemporánea con un motor de una nota y percusión de estructuras crujientes
formando síncopas impredecibles.
Me gusta el sol colándose por las
ventanillas, me gustan los árboles verdes y los campos verdes. No siempre es
así. Pero la lluvia de estas épocas me regalan hoy estos colores.
El trayecto también tiene esa habitualidad,
tan tranquilizadora. Hay ciertas rutinas que tranquilizan. Estar algunos días
con mi familia me tranquiliza. Volver a las raíces tiene algo de ritualista, y
me salva de algunas soledades poco amistosas.
Hay en el camino una casa derruida de dos
pisos en el medio de algún campo. Siempre me dará curiosidad ese lugar. A veces
me imagino yendo en una caminata hasta esa construcción abandonada, castigada
por el clima y cargada de alguna vieja historia.
Alrededor está la gente. Gente que va a
algún lugar, como yo. Con su propia historia, con sus propias preocupaciones,
con su propia individualidad. Aquí en realidad estamos todos solos. Cada uno
está enfrascado en sus pensamientos y no estamos percibiendo al resto. Por eso
sostengo que la compañía física no siempre implica compañía.
Terminó el viaje. Me bajo del micro porque llegué a mi destino.
Terminó el viaje. Me bajo del micro porque llegué a mi destino.
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