jueves, 12 de febrero de 2015

IMPACTO

Ayer un instante impactó sobre mi cabeza. Era grande y muy duro; con bordes afilados. Aún me pregunto si algún malintencionado me lo arrojó desde lo alto.  Nunca se sabe por donde aparecen y suelen ser de la consistencia más variada. Me gustan aquellos que son livianos como una nube. Suelen dejar restos en el cuerpo, humedeciéndolo, crispándolo, o endulzándolo con una melaza extraña y viscosa.

Algunos vienen rodando desde terrenos escarpados. Recuerdo que con algo de suerte pude esquivar un par de esta clase. Pero no es fácil esquivarlos porque tienen los trayectos más inciertos del universo. Y hay otros en los que uno se esfuerza de una manera inútil por ir al encuentro, pero son especialmente escurridizos.

Hay otros instantes que uno quisiera guardarlos en un lugar y no desprenderse de ellos nunca, pero se desintegran irremediablemente. Son alimentos para el alma; pero son alimentos especialmente perecederos. Frecuentemente después de desaparecer solo queda el perfume de la nostalgia por un par de horas.

Otros me dejan reflexionando, hasta que el siguiente instante me saca de ese sopor. Hay instantes que lo siguen a uno. Me acuerdo cuando un instante me siguió. Yo noté que me estaba siguiendo y traté de despistarlo internándome en vericuetos especialmente zigzagueantes, pero no creerían la persistencia que suelen tener los instantes de esta clase. Suelen aparentar ser temibles pero de cerca no lo son tanto.

Y están estos, como el de ayer, que tienen la forma de una piedra gigante y caen desde arriba. Me ha dejado un buen chichón. Estoy en duda ahora; no sé si fue arrojado por alguien o me lo arrojé yo mismo.

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