La vida enseña a lidiar a uno con sus
tristezas.
Cuando nació mi primera tristeza lo
que hice fue cuidarla, sobreprotegerla y arroparla. Luego seguí
pariendo tristezas nuevas, pero crecían y tenían un temperamento
arrogante, demandante y desconsiderado. Peleaban todo el tiempo con
aquellas otras emociones menos beligerantes, como las alegrías, las
pasiones, los amores y las broncas... Y lo peor de todo, nunca se
independizaban, se quedaban siempre conmigo.
Y un día entre tantos una de mis
tristezas se tomó demasiadas atribuciones y me tomó de mis solapas.
Yo la miré con sorpresa y por unos instantes no supe que hacer.
Realmente me había tomado tan desprevenido que quedé como congelado
ante semejante circunstancia.
Por suerte reaccioné y le di una gran
bofetada. Ella se retiró avergonzada.
Hoy mis tristezas tienen el cuidado que
se merecen pero ya no las sobreprotejo como antes. El tiempo y la
experiencia de algunos años hace que uno las trate con más sentido
común. Ellas crecen respetuosas, bastante dignas, hasta con cierta
elegancia. Y ya no se quedan... Un día simplemente se van... Felices.